
No recuerdo el momento exacto en el que decidí ser actor. Desde pequeño sentía que había una grieta entre lo que la gente decía y lo que realmente les ocurría por dentro. Y actuar, de alguna manera, se volvió mi forma de explorar ese misterio, de conocerme a mí mismo.
Me interesan las miradas que duran medio segundo, pero que lo dicen todo. Los silencios que incomodan. Los personajes que se equivocan, que no saben cómo amar, que a veces tienen razón pero que igual hacen daño. Me gustan los grises, lo que no encaja y obliga a incomodarme. No creo que ser actor sea tener la respuesta. Más bien, creo que es una manera de hacerse preguntas sin miedo. ¿Por qué repetimos lo que nos hace daño? ¿Cómo se ama después de sentir una traición? ¿Qué queda de uno cuando nadie lo está mirando? Mi trabajo no es ser alguien más, sino conseguir que te encuentres a ti mismo a través de mis ojos. Es ser tan profundamente humano, que compartamos una misma experiencia. Aunque no sea en el mismo momento. Aunque sólo sea por un instante.
He trabajado en varios personajes, cada uno con su propia lógica, sus batallas y su universo. Pero lo que busco siempre es lo mismo: verdad. No una verdad solemne, sino esa chispa frágil que aparece cuando el personaje deja de ser ficción y se vuelve algo vivo, algo inevitable. Actuar, para mí, también es predecir el pulso emocional de quien mira. No desde el cálculo, sino desde la sensibilidad. Desde la escucha. Porque una escena no se completa en el set, ni siquiera en la edición. Se completa en los ojos de quien la ve y en la reacción que provoca.
Noah Gómez